Susana

Salió a fumar fuera y olvidó el abrigo en la silla. El frío del invierno de Madrid le hizo temblar. Encendió un cigarro frunciendo el ceño y apretando los labios, como si algo le doliera. Era una mueca que arrastraba desde que era adolescente, cuando intentaba parecer interesante. Alguien que lo conociera de toda la vida habría dicho que era la misma mueca de siempre, pero lo cierto es que Carlos ya no pretendía conseguir nada con ese gesto. En la puerta de aquel salón estaba Susana mirando de forma nerviosa su móvil, fumando también. No se percató de que el hombre que había en la puerta junto a ella era Carlos. Durante unos segundos permanecieron los dos en silencio. Él sí la vio y dio una larga calada a su Camel esperando  recobrar algo de valor para hablar con ella. Dijo  “Hola” y puso cara de simpático. La chica lo miró entre ofendida y asustada y entró a toda prisa.

Susana no era de su clase, pero coincidieron en la optativa de latín y una vez hicieron un trabajo juntos porque la profesora Elena los emparejó. Fue ella la que ofreció su casa para hacer el trabajo. Dijo, “está más cerca”, aunque en realidad desconocía donde vivía Carlos. También dijo «mis padres llegan siempre tarde». En su habitación había pocas cosas pero todo estaba ordenado. El segundo de los dos días su hermana mayor se asomó por la puerta con la carpeta de la universidad y preguntó con malicia si eran novios. Susana enrojeció y no dijo nada. Carlos ni se inmutó. Mientras hacían el trabajo notó la pierna de la chica reposar junto a la suya. De vuelta a casa, recorriendo las diez calles que separaban ambos domicilios y con la noche invernal que se precipita recién iniciada la tarde, Carlos podía sentir aún el calor de la pierna de Susana en el lateral de su pierna derecha.

Después de aquello empezaron a hablar en el pasillo del colegio. Primero de exámenes y luego descubrieron que ambos amaban con pasión la música de Eliott Smith y que incluso tenían amigos en común del bar Dixie. Un bar de música rock al que iban algunos chicos de bachillerato, pero que por lo general lo frecuentaban tipos más mayores, chicas que ya habían dejado el colegio para trabajar y gamberros que aparecían con grandes motos que seguramente eran robadas. Cuando hablaban, Susana parecía emocionarse, se le enrojecían levemente las mejillas y mantenía la mirada fija en los ojos de Carlos, de forma retadora y provocativa, como nunca nadie le había mirado antes. Entonces llegó a pensar que ella estaba enamorada de él. Sin duda debía de estar loca por él para comportarse así, delante de todo el colegio. Pero fue Carlos el que la veía por todas partes. En el recreo seguía a Susana con la mirada esperando que ella se girara y le mirara directamente a él, como hacía tantas veces desde un tiempo atrás. Al despertar, cuando su casa estaba dominada por los ruidos de la ducha de sus hermanos, apretaba bien fuerte la almohada sobre su cara y pronunciaba su nombre como lo hacía ella, haciendo un breve parón en la «L» de Carlos. Intentaba imitar también la voz dulce y aguda que utilizaba Susana cuando hablaba con él. Creía entonces oír su nombre pronunciado por ella.

Fue más que nunca a Dixie, para ver si coincidían; pero nunca estaba allí, casi siempre se acababa de ir. Aquello duró unas semanas. Con el tiempo volvieron a ser dos semidesconocidos de clases distintas en aquel inmenso colegio de curas. En el último curso coincidieron bastantes veces en salas y bares de Madrid; a veces se saludaban y otras no. Un día Carlos se acercó a hablar con Susana para intentar ligar con la amiga que la acompañaba. Cuando dejaron el colegio, Susana dejó de ir por esos sitios. Carlos se enteró por terceros que se había ido a estudiar a Barcelona y que vivía en casa de su tía.

“¿Os acordáis de Ernesto, el profe de gimnasia? Cuando nos hacía aguantar la farola como castigo.” Del salón seguían saliendo las voces de los que cogían el micro, que después de unas copas se animaban a contar sus recuerdos escolares. Carlos no entró, parecía como si se hubiera equivocado de día y la reunión fuera de otro colegio. Si no se hubiese dejado el abrigo dentro se habría ido a su casa, sin cruzarse con sus antiguos compañeros. Nadie parecía recordarle allí dentro. Al llegar se avergonzó de sí mismo varias veces al saludar de forma efusiva a varios que reaccionaron cómo reacciona un tipo corriente ante el saludo de un desconocido. Aún más patético le parecieron los que simularon saber quién era.

Se quedó pasando frío, a la intemperie. Nunca había entendido aquella expresión de una noche cerrada, pero pensó que debía ser algo así. Los jóvenes ejecutivos volvían a casa con sus trajes imponentes mientras al fondo un viejo indigente rebuscaba entre las basuras de Chamberí. Una pareja se enrollaba en el portal de enfrente. Varias veces le miraron con desprecio pensando que Carlos les espiaba.

¿Me he equivocado de reunión?, se dijo. Pero entonces, ¿cómo puede ser que yo me acuerde de ellos? Encendió otro cigarro con la rabia que le sobrevino al pensar que todos estos años se había preguntado por el devenir de esa gente que hacía mucho tiempo que se habían olvidado de él. Por haber recordado tantas veces la voz dulce y la media melena de Susana, y aquel calor en la pierna que a veces aún sentía.

Gorka Ellakuría

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